La cita sería, según la enfermera, el 1º de Mayo.
— ¿Mañana, primero de Mayo? ¿Está segura?
— Completamente.
Tomé las hojas y con pasos un tanto incrédulos, caminé escalera arriba de la Clínica 8 del Seguro Social. Me aseguré que llevara conmigo todos los papeles y salí a prisa para alcanzar a mamá en un restaurant e informarle fecha y hora de la cita. Saliendo de ahí, ella fue a comprar los boletos a la central de autobuses y yo me dirigí a la escuela.
Esa noche llegué a casa y casi de inmediato, después de cenar, puse la alarma y me acosté a dormitar pues el sueño esa madrugada salió por la ventana y jamás llegó.
A las 5:00 de la mañana en punto comenzó a sonar el despertador. Con los ojos entreabiertos lo ubiqué y lo apagué. En seguida escuché a mi madre y supe que esta vez, no habría cinco minutos más. Con esfuerzo me levanté de la cama, y tallé mis ojos. Luego tomé la ropa preparada un día antes y en un estado zombie me vestí. Bajé y sólo me dio tiempo de tomar una pera y una manzana para el camino. Salí de la casa y el carro ya estaba encendido con mi papá dentro de el; enseguida salió mi mamá y nos subimos. Habían pasado sólo 35 minutos después del sonido de la alarma, y el sol anunciaba que no saldría. Y aun con la oscuridad de la madrugada, llegamos por fin a la estación.
Bajamos, y a prisa, despedimos a papá. Luego nos dirigimos al autobús que nos llevaría a Tijuana. Nos sentamos en los primeros asientos y esperamos a que el reloj marcara las seis para salir de la ciudad puntualmente. De fondo, Carmen Aristegui narraba la noticia del día: “TV Azteca no transmite el debate”.
Del
sueño ya había despertado; a mi realidad, apenas lo comenzaba a hacer. Con mi
cuerpo invadido de incertidumbre sólo tomé la mano de mi mamá y ella con toda
su intuición replicó:
— Si tengo algo malo, y tú sabes a qué me refiero, confío en ti plenamente.
— No digas eso, no
me lo digas nunca.
— Todos nos vamos a morir algún día
— Sin lugar a dudas, pero no quiero pensar en eso.
Apreté su mano, y escondiendo mi rostro contuve las lágrimas. Ella sólo asintió con la cabeza y sonrió. Tratando de romper con el sentimiento, pidió mi opinión respecto al tema del debate. En lo que restó del camino, no volvimos a tocar el tema pero no por eso lo dejamos de pensar.
Eran
las 7:40 de la mañana cuando llegamos a nuestro destino, y el ritmo de la
ciudad ya comenzaba desde aquella hora. Puestos de revistas, comercios, vendedores
ambulantes, tiendas de abarrotes y hasta la tienda de mascotas comenzaban ya su
día del trabajo, trabajando. El tráfico y el ir y venir del ruido de los
motores me recordaron de pronto a la ciudad de México. Incluso el mismo olor de
smog tan peculiar que ya había
olvidado.
Tomamos un microbús para la Clínica Regional 1, y yo seguía observando con asombro lo grande y viva que estaba la ciudad a pesar de ser un día feriado.
Llegamos
y sólo tuvimos que esperar 15 minutos para que la Resonancia Magnética se
llevara a cabo. — Ni siquiera me dio tiempo de ponerme nerviosa. Dijo mamá.
Como
los resultados serían entregados hasta las dos de la tarde, fuimos a recorrer
una plaza comercial que estaba cerca del lugar. Entramos a un acogedor
restaurant estilo “La Condesa” y con risas comparábamos Ensenada con Tijuana y
Tijuana con El D.F. Así corrieron las agujas y de pronto era tiempo de regresar
de nuevo a la realidad.
En lo que el reloj marcaba la hora citada, vimos a una familia que estaba a lo lejos. De pronto se acercó un hombre de bata blanca y tocándole el hombro a una señora replicó una noticia. Todos de pronto comenzaban a sollozar y abrazarse. Un niño desquitaba su coraje golpeando un automóvil estacionado, mientras que otro familiar cruzaba la calle hasta llegar a la funeraria.
— A ellos tampoco les dieron el día. La funeraria también va a trabajar hoy.
Y luego, de nuevo el silencio y los pensamientos vagos y las ganas de llorar y huir. Pero no, todo lo contrario. Nos levantamos y nos dirigimos al módulo donde nos entregarían el sobre. Ese sobre que tenía el poder de rompernos la fragilidad de la calma o alegrarnos el resto de los días.
Sin
querer ser inoportuna, me ofrecí a guardar el sobre dentro de mi bolso,
prometiendo no abrirlo hasta el día de la cita con el médico especialista. Unos pasos más adelante, nos lanzamos miradas
de complicidad y nerviosismo. Nos detuvimos en unas banquitas color arena y sin
decir ni una sola palabra sacamos el papel doblado exactamente por la mitad.
— ¿Qué significa esto?
— Déjame leerlo de
nuevo.
Contuve el aliento, y por fin pude respirar. No sabía si reír o llorar. Si alegrarme o preocuparme. No sabía tampoco siquiera qué significaban esas letras que formaban esa palabra tan difícil de pronunciar. Lo que sí sabía, y lo sabíamos las dos muy bien era que el diagnóstico de tumores cancerígenos eran negativos.
NEGATIVOS, qué bonita y positiva palabra contenía aquél papel.