Soleado. Y no sólo soleado, sino que en
verdad el sol calentaba.
Aquella mañana me encontraba en el
centro de la ciudad. Pensaba en la fealdad de éste y de otros, de todos. Por
alguna razón el centro de la ciudad, cualquiera que ésta sea, es feo.
Luego de
terminar mis actividades y cansarme de ver el mar, caminé hasta la parada
principal del transporte y subí al autobús que me llevaría de regreso a
casa.
Viajábamos 12 personas. Nueve de ellas con audífonos y dos traíamos un
libro en la mano. Siempre he creído que si los libros fantasearan o pidieran
deseos, seguro sería ser leído en el transporte.
Así pues, comencé la obligada
aventura. Aproximadamente 30 minutos después, llegué a mi destino y dejen les
platico que aquí el camión no trae timbre ni ningún sofisticado tipo de alarma
que avise la parada, sino que uno mismo debe valerse de su propia voz para
pedir la bajada y como yo estaba en Marte con Ray Bradbury, mi distracción me
costó dos calles de lejanía.
Por fin llegué a la avenida acostumbrada, mi avenida
favorita. No crean que tiene casas bonitas o jardines edénicos, no. Todo lo
contrario, terrenos baldíos y tierra por doquier. Caminando llegué hasta el
lugar donde habita una vieja Pastor Alemán. Si vieran qué bonita amistad existe
entre ella y yo, ninguna esperamos nada de la otra y sólo intercambiamos
afectos y muestras de cariño. Es cuestión de cruzar nuestras amarillas miradas
para aclararnos el día gris, alegrar la mañana triste o enriquecer nuestras
empobrecidas vidas.
Por algún angosto rombo de la reja de metal extendemos
nuestras extremidades para saludarnos y por el mismo hueco nos besamos el
rostro al despedirnos. Simplemente ella me hace sonreír y el efecto perdura
hasta mucho después.
Unas cuadras adelante de la amorosa visita, me encontré
a una anciana con un par de bolsas de mercado. Me apresuré a llegar a ella, y
poniéndome el libro bajo un brazo y extendiendo el otro, le pregunté
si podía ayudarla. Ella sin embargo sólo me miró y sonrió.
—No vivo lejos, me gusta caminar. Me ayuda a mis huesos.
Insistí un poco más, y luego me despedí. Avancé unos pasos y la señora añadió:
—Eres una muchacha muy feliz, dejas raíces.
—grac...
ESPEREN, ¿dijo feliz? ¿Habla de la misma felicidad que tú y yo conocemos? ¿Esa felicidad que se siente tan lejana cada día? Pero, ¿cómo? Se supone que para ser feliz, uno se esfuerza mucho y obtiene resultados casi siempre hasta el final ¿no?
Felicidad, qué lejana y bonita palabra.
Sí de esa misma felicidad hablaba la señora de cabellos de mercurio. Esa que de pronto descubrí abrazándome.
Felicidad el mar, felicidad el camino, felicidad las flores, la pastor alemán, las aves; felicidad la anciana, felicidad la tierra, mi libro, la calle mi casa. Felicidad.
Y ante mi nuevo descubrimiento, sólo pude contestar con la sonrisa imperfecta, pero muy sincera:
— Sí, hoy sí soy feliz.